Dos hombres dispares se conocen en una cárcel de carácter indefinible y transitoria.
Acerca de la condición carcelaria, mediante innumerables películas, novelas y obras, tenemos imágenes tal vez estereotipadas, aunque no falsas.
Lo irracional y pendenciero, la depresión de lo rutinario, un plan de fuga, la insoportable nostalgia, lo imposible, que acaba por domar los espíritus.
En Zona de humo nada de eso parece importar, tal vez porque todo esté ya implícito. Pero sobre todo porque en donde revuelve la cuchara Mc Loughlin es en la posibilidad de construir un vínculo de hombres libres en condiciones de cautiverio.
Al preso institucionalizado, el anfitrión, le está vedado el recuerdo de lo externo. Al huésped, el delito que lo condena parece haber sido tan vulgar e irrebatible que a nadie importa. Hay un presente forzado continuo que habilita las articulaciones más simples y arbitrarias entre los desconocidos. El milagro parece posible.
Entonces aparece el carácter ineludiblemente castigador del sistema: el poder, en una caricatura vibrante de policía inverosímil, especie de botones de hotel, ama de casa y represor psicológico, quien se obstina en derrumbar el ápice de ternura que pudo filtrarse por los muros en dos almas ni cerca de ser extraordinarias, heroicas ni providenciales, sino cargadas de vulgaridades y pesares empotrados, y de alegrías efímeras.
La propuesta escénica, realista y detallada, va transformándose en una metáfora que se enrolla en el cuello del espectador, llevando esas rejas hasta más allá de los límites del teatro.
Todos estamos presos.
De algo.
Siempre.
Francisco Espinal
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